El Mictlán no es un simple concepto de inframundo en el imaginario prehispánico de México; es un vasto reino de nueve estratos que compone el viaje post mortem, una odisea de las almas que marca el tránsito final de los mortales. Aquí, en las profundidades de la mitología nahua, cada nivel es una página de un poema épico sobre la vida después de la muerte, donde cada alma, independientemente de su estatus en la vida, emprende su peregrinación más crucial.
El viaje comienza en Tlaquetzallah y se adentra a través de desafíos que son tan metafóricos como espirituales, hasta llegar al último nivel, Chiconahualoyan, donde las almas encuentran descanso en un etéreo velo de niebla. En este recorrido, las almas no están solas; son acompañadas por un xoloitzcuintle, un can guía, representante de la fidelidad y la esperanza, que les ayuda a atravesar las aguas turbulentas de Chiconahuapan.
Los sabios y nahuales contaban que podían vislumbrar este viaje y, en algunos casos, transitar estos umbrales. Este conocimiento estaba envuelto en el misticismo de los ritos y las tradiciones que conectaban el mundo de los vivos con el de los muertos.
En la última etapa, tras un viaje de cuatro años y superadas las pruebas de los ocho niveles anteriores, las almas se encontraban ante Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, los señores de la muerte. Ahí, en la contemplación final, las almas se fundían en el Mictlán, su última morada, en un estado de paz perpetua.
Este fascinante viaje espiritual demuestra cómo las culturas prehispánicas entendían la muerte como una continuación de la vida, un espejo que reflejaba sus más profundos valores y creencias. Hoy en día, este legado se mantiene vivo en la celebración del Día de Muertos, una festividad que honra la memoria y el viaje espiritual de aquellos que nos han dejado.